Por Dolores Caviglia | Para LA GACETA - Buenos Aires

Hacía tiempo que Arturo Pérez-Reverte no se sentía así. Desde sus años como corresponsal de guerra en Malvinas, El Salvador, Nicaragua, Libia y Sudán, su corazón no latía tan rápido, sus manos no le sudaban, sus venas no transportaban tanta adrenalina. Y es que para escribir su última novela, se metió en el mundo de los grafiteros, trasnochó para escuchar los aerosoles en movimiento, para oler pintura fresca en las paredes, para correr cuando algún guardia se asomaba y lo ponía todo en peligro. El francotirador paciente es un thriller que narra los contratiempos que debe atravesar una especialista en arte urbano para cumplir con un encargo editorial: un libro que reflexiona y profundiza en las razones de los “guerrilleros urbanos” para desafiar al sistema.

- ¿Por qué elegiste escribir sobre el grafiti?

- Bueno, yo no simpatizo con los grafiteros; de hecho, pienso que es un acto vandálico que debe ser perseguido legalmente y castigado, creo que afea las ciudades y que es, a menudo, un atentado contra un montón de cosas que se deben respetar. El arte callejero, si se hace en lugares abandonados, me parece perfecto. Pero yo soy novelista, entonces mi novela no intenta juzgar ni sacar conclusiones morales; yo planteo un conflicto y lo muevo. Las conclusiones éticas las pueden sacar los lectores, no yo. Tras un año viviendo con grafiteros en Italia, Portugal, España, se han creado lazos; soy amigo de algunos. Insisto, aunque no comparto su actividad, sí puedo comprender los motivos que los llevan a hacerlo. Sin embargo, es interesante entender que quien escribe su nombre en la pared no hace sólo un hecho vandálico: está diciendo “me llamo Manuel o Luisa, y existo, soy”. Es un acto de escritura tan legítimo como el que hago yo. Esta novela la escribí para comprender qué hay detrás de cada firma.

- ¿Cuánto sumaron tus experiencias en guerra para escribir El francotirador paciente?

- He cubierto todas las guerras de los años 70 y los 80, y conocí francotiradores en muchas de ellas. El concepto era interesante porque los que conocí tiraban indiscriminadamente, tenían una frialdad técnica impresionante. Entonces, decidí que esa idea de frialdad, del hombre que dispara contra algo -en esta novela, contra la sociedad y el arte- era la que quería que prime. Un buen francotirador no puede ser pasional, justamente su distancia respecto de la víctima es lo que lo hace bueno. Con esa idea que viene de las guerras construí la esencia técnica del protagonista.

- ¿De qué trata la novela? ¿Qué es lo que relata?

- Yo siempre cuento la misma historia. Creo que todo novelista coherente lo hace. Voy cambiando los mecanismos narrativos y los momentos, entonces cada novela es distinta en lo formal, si no el lector se aburriría. Siempre cuento la historia de un mundo que se apaga, de este Occidente que se va al diablo desde hace muchísimo tiempo. Y de la melancólica mirada lúcida de quien es consciente de eso. Mis héroes son siempre héroes fatigados en un mundo que se apaga. Y hay dos formas de asistir a este mundo: o resignarse civilizadamente o vengarse. A veces mis héroes se resignan, como en El maestro de esgrima o en El tango de la Guardia Vieja; y a veces, como en este caso, matan, se vengan, son terroristas sociales. Mis novelas en su mayoría son la epopeya íntima, pequeña, modesta, personal del peón del tablero de ajedrez que sabe que la partida no se va a ganar. Y, además, yo hablo sobre el presente. Todas mis novelas transcurren en diferentes lugares y tiempos pero hablan del ahora, del final de este mundo que estamos asistiendo.

Lo que pasa es que contar la tragedia del héroe moderno con teléfonos móviles o con políticos como los de España o Argentina, con la vulgaridad y la incultura, no es interesante. El presente es demasiado vulgar narrativamente. Yo juego el truco de hablar del presente desde el pasado. Porque esto se ha acabado: Argentina nunca va a volver a ser tan buena como hace años atrás, tampoco España. El momento moralmente brillante, intelectualmente potente de Occidente ha terminado: ya no hay Dantes, Virgilios, De Gaulles, García Márquez ni Dostoievskis. Se acabó, estamos viendo el final y mis novelas cuentan ese final; yo soy un novelista que cuenta el crepúsculo de un mundo.

- ¿Cómo fue que te acercaste a los grafiteros para la investigación de la novela?

- Yo tengo una ventaja grande; soy novelista pero no he olvidado lo que fui, al reportero que se ganó la vida con una mochila en medio de la guerra durante 20 años. Conservo las técnicas de infiltración que me permitieron convencer a un palestino de que no me matara y me dejara trabajar con él. Eso me permite convencer a la gente. Lo hice con los narcos en Sinaloa; bueno, con grafiteros fue menos difícil. Entré, pagué muchas cervezas, escuché música que no me interesa y nunca intenté parecer colega. Les expliqué que quería hacer una novela y hacerla bien, comprendiendo. Fui con ellos, me vestí de negro, cortamos alambrados, nos metimos en estaciones, pasaron guardias. Fue como volver otra vez a la guerra pero sin pistolas, de manera simpática. Verlos fue fascinante, cómo preparaban las operaciones como si fuesen militares, con mapas. Eso me permitió entender que hay un factor importante: la adrenalina. “Esto es un deporte de riesgo”, me dijo una vez uno.

- ¿Qué dice el movimiento del grafiti sobre la sociedad actual?

- Grafitis hubo siempre, como forma de protesta existió siempre, desde la era medieval. Pero en la sociedad moderna, el grafiti se ha convertido en un elemento que va más allá de la simple constancia de paso. Voy a intentar resumirlo con una frase que me dijo uno de los grafiteros con los que estuve: “una sociedad en la cual llenan las paredes con sujetadores de mujer, con caras de políticos corruptos sonrientes a los que votar y donde no se puede afirmar en la pared un nombre es siniestra, estúpida”. Y realmente pensé: tiene razón. Entonces el grafiti se vuelve un arma no para mejorar, no para cambiar, sino para vengarse, para desahogar esa rabia, esa soledad, ese anonimato, esa marginación que la sociedad actual impone a algunos. El grafiti se da en todas las clases sociales, pero mucho más en las deprimidas. Vale la pena hacer una aclaración: hay grafiti, arte callejero y hay arte. El arte es el que está en manos del mercado. El arte callejero es el mestizo, el que está en medio del camino entre los dos. Es el arte más interesante y real en la actualidad. Y está el grafiti puro y duro. El grafitero de verdad no quiere ser artista, se enfada si lo catalogan así. No pretende exponer en galerías ni que lo vean. Quiere hacer piezas con su nombre, decir “estoy aquí, existo”. Este existo es lo que caracteriza al grafitero de verdad, que no tiene ambición. Es un fin en sí mismo.

- ¿Cómo ves la literatura de hoy?

- En la actualidad hay dos tipos de escritor: el social, al que nadie lee pero aparece en los medios continuamente hablando de cómo hacer novelas; el que frecuenta congresos, sale en fotos, el que la sociedad aplaude como tal. Y después está el escritor que tiene su proyección social pero también un respaldo de lectores, una obra que justifica que aparezca donde sea. En nuestro mundo cultural, se da más importancia al escritor mediático que al de verdad, lo que es un magnífico ejemplo del mundo en que vivimos. Todo lo que no pasa por el teléfono móvil o por la tablet no existe. Es todo tan mezquino, imitado, tan de diseño que no se puede ser optimista.

- En la novela la palabra destino aparece escrita en mayúscula. ¿Crees que la vida está escrita?

- Es algo que debe matizarse. Yo no creo que el destino sea una irrevocable decisión previa, cuando hablo de destino está más vinculado al azar. Es una paradoja pero es verdad: hay una fatalidad, para mí el destino no está determinado, pero hay unas reglas en la naturaleza que no se pueden cambiar: crueldad, dolor, felicidad, muerte, ese tipo de cosas. Entonces, el hombre nunca podrá escapar de estas reglas impuestas. A esto llamo destino. No tanto al rumbo individual de una vida, sino a que toda vida pasa forzosamente por las etapas que la terrible e implacable naturaleza le pone en el camino.

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